LA CRUZ DE JESÚS

Jesús toma la iniciativa en el momento de su pasión; va a ella libre y responsablemente desde su «deber ser», de acuerdo con su identidad mesiánica. Contrasta con Pedro que niega su identidad de discípulo de Jesús tomando el camino más fácil y queda con una profunda tristeza, la tristeza del «ser».

Jesús se manifiesta como rey ante Pilato, pero con un reino que no es de este mundo; ésta es una importantísima declaración. Él viene como testigo de la Verdad. Va contra y sobre la mentira.

Y, en esta confusión, el hombre culpable, Barrabás, es liberado; y el inocente, Jesús, es declarado culpable.

Todo en la escena se va endureciendo y Jesús muere en la cruz.

Pero antes de ese final, hay un momento grandioso de una densidad cósmica inimaginable: se da la transacción espiritual, el intercambio. Dios Padre deposita sobre su Hijo todos nuestros pecados y el Hijo acepta cargar con todo ello. Tan horrible como ha podido ser el sufrimiento físico, ese sufrimiento existencial es inimaginable. Siente la lejanía de Dios que produce el pecado; se convierte, podríamos decirlo, en enemigo de Dios cargando con nuestros pecados para llevarnos a Él. Lo dijo muy bien san Pablo: Al que no conocía pecado, Dios lo hizo pecado para ser nosotros salvados. También lo relata poderosamente el profeta Isaías: Y, con todo, era nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros sufrimientos los que él soportaba. Soportó todos nuestros crímenes y él, tomando el pecado de todos, salvó a los pecadores.

(E.A.)

Por eso, la cruz de Jesús es, para todos, momento de agradecimiento y alegría.

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